Cada vez que se dan a conocer los datos del empleo, los sindicatos y los partidos de izquierdas arrojan sobre ellos el jarro de agua fría de la precariedad laboral.
Al utilizar ese concepto ya meten de macuto una valoración negativa: estar en precario no se considera buena cosa, ni en el trabajo ni en otras parcelas; a pocos les gusta columpiarse en la cuerda floja.
Pero aunque no se apoyara en esa más que discutible identificación de lo eventual y lo precario, su discurso encontraría igualmente eco en una sociedad en la cual el puesto de trabajo fijo sigue siendo el sueño de muchos. El «Spanish dream» acaba su andadura en el estanque del empleo para toda la vida, y si es a cuenta del Estado, miel sobre hojuelas.
Estos soñadores nuestros quieren que el estanque sea dorado, claro, pero se contentan casi con cualquier cosa a condición de que esté perfectamente inmóvil. No reparan en que sus aguas terminarán por pudrirse. ¿Quién piensa en eso cuando busca su primer trabajo y está deseando disponer de un ingreso seguro para comprarse el piso y el coche, elementos imprescindibles sin los cuales pocos españoles de hoy se independizan de sus papis? Y no hablemos de casarse, porque entonces el piso tiene que estar totalmente equipado.
Muchos chicos quieren tener a los veintipocos años lo que sus padres, no digamos sus abuelos, tuvieron después de años de trabajo. Hay una parte de la juventud española que es muy poco juvenil en lo tocante a su «base material» y que agota sus energías en alcanzar el espejismo del puesto de trabajo fijo. Nacen vocaciones de funcionarios como antes de curas, que era otra suerte de funcionariado, y no pocos se desgastan los codos preparando oposiciones.
Las familias ven con buenísimos ojos esta inclinación, que perpetúa una rancia tradición española. Comer la sopa burocrática, anidar en alguna covachuela del Estado es, desde tiempo inmemorial, la meta de muchos españoles, como también, por poner un ejemplo cercano, de cantidad de franceses, que en esa vocación no estamos solos.
En sociedades con sobredosis de licenciados, dificultades para crear empresas e infravaloración del trabajo manual, la «oposicionitis» o cualquier otra forma de «burocratitis» se vuelve aguda.
Tanto afán por el puesto fijo es un vestigio del pasado en una sociedad moderna, uno de cuyos rasgos y atractivos esenciales es la movilidad de todo tipo. La sociedad española se resiste a modernizarse en capítulos como el laboral, quizá porque pasó del corsé franquista, que la mantuvo alejada de muchas dulzuras y amarguras de la modernización, a los rellenos y acolchados del socialismo, que además alimentó la retórica de la protección.
El socialismo, que promete la modernización sin ninguno de sus costes, hincha el colchón estatal para que nos recostemos durante el viaje y nos olvidemos del precio que, al final, pagamos inexorablemente. Erige un Estado que más que protector es asfixiante, y vampiro, porque chupa la fuerza vital de la sociedad y convierte a los individuos en vampiros también: sólo quieren chupar subvenciones, empleos públicos... la sopa boba.
He conocido a muy pocos españoles que estén contentos con su trabajo al cabo de los años. De los funcionarios no digo nada, porque dan ganas de llorar si se hace caso de lo mucho y lastimosamente que se quejan.
Conozco a una recua de frustrados que cuando les sugieres que cambien de empleo, te miran como si los quisieras condenar a la sima infernal. Prefieren vivir en la frustración a aventurarse. Como aquí no se mueve casi nadie, es cierto que la aventura resulta más arriesgada. En países donde se mueven muchos, siempre hay huecos y los riesgos son mínimos.
La rigidez en el mercado laboral es injusta porque obliga a todos a quedarse quietos, tanto a los que quieren como a los que no.
La flexibilidad, en cambio, aumenta las posibilidades del individuo de desarrollar la vida laboral más acorde con sus deseos o necesidades. El que quiera tener su vida planificada hasta los sesenta y cinco podrá buscarse un buen nido, y el que odie criar telarañas, se moverá.
La rigidez suele conducir al estancamiento personal y laboral, pues son pocos los que se esfuerzan en renovarse una vez instalados en la covacha.
Ahí es donde les duele a muchos trabajadores: temen que se les exija más. Lo peor es que luego van y se quejan de la monotonía y la falta de incentivos en sus empleos.
La historia interminable.
Ver todos los artículos publicados